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Recordemos la primer temporada

A estas alturas, después de setenta capítulos devorados tres años, ya soy un experto en esperar que vuelva Lost. Ya no siento ese dolor punzante en las tripas, ni me muerdo las uñas. Y es que, en todo este tiempo, nuestra relación ha madurado mucho. ¡Ah, me acuerdo cuando acabó la primera temporada, qué desazón más grande!
Me quedé con los ojos como huevoduros, viendo cómo Jack y Locke abrían por fin la puerta secreta y la cámara bajaba hacia el negro más profundo. Y después nada: cuatro meses enteros de ansiedad, de conjeturas y abstinencia.
La primera temporada de Lost fue como el inicio de un noviazgo salvaje. Como esos amores a primera vista en donde sólo cabe pensar que la vida será siempre maravillosa y que nada, en todo el mundo, nos sacará del paraíso. Acción, suspenso, misterio… Pero entonces, un día cualquiera, ella, la mujer amada, nos dice: Corazón, tengo que irme cuatro meses a estudiar a Suiza, ¿me esperas? Y el mundo se viene abajo. Pero no el amor.
Y nos quedamos esas dieciséis semanas como estúpidos, pensando en el día exacto en que volveremos a sus brazos. La distancia, en vez de dar respuestas, nos llena de nuevas preguntas: ¿pensará ella en mí?, ¿qué hacía un oso polar en una isla del Pacífico?, ¿se habrá acostado con algún estudiante de intercambio?, ¿qué misterios esconderán Los Otros...? Intentamos distraernos, salir a la calle, ver a otras mujeres, pero nada tiene sentido sin sus besos. Vemos tres o cuatro episodios de CSI, coqueteamos con Grissom, pero nada es lo mismo si nos faltan los apodos de Sawyer. Nuestra cabeza está en otra parte, en la brisa de la isla, lejos, en un futuro que nunca había tardado tanto.
Y entonces, un día, suena el timbre y vemos el primer episodio de la segunda temporada. ¡Qué dicha más grande, cuántos abrazos! Volver a ver un nuevo episodio después de tanto tiempo es como tocar el cielo con las manos. Es tan grande la necesidad de Lost que no importa que las nuevas tramas no traigan consigo ni una sola respuesta a las viejas preguntas. Ni una. Como cuando regresa de Suiza la novia amada y no nos quiere contar qué ha hecho, con quién ha estado, si ha conocido a alguien. Y además llega con el pelo corto y fumando Lucky Strike. Mala cosa. Pero no nos importa, claro que no, mientras esté otra vez en casa, sana y salva. Le perdonamos el silencio porque la amamos.
La amamos tanto, y ella a nosotros, que un buen día decidimos vivir juntos, ser una pareja formal, y entonces comienza la rutina del amor. Descubrimos en ella algunos defectos: deja las ollas sucias sin remojar, abre nuevas incógnitas sin cerrar las anteriores, aprieta la pasta de dientes por adelante, aparece una imagen del gordo Hugo en un flashback de Sayid, no sabe cocinar un huevo frito, hace uso abusivo del humo negro… Pero no nos importa: estamos enamorados.


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